domingo, 17 de junio de 2007

La mentira como reclamo

«La televisión donde nació el ‘Gran hermano’ quería sorprender con el último ‘realiy show' en el que una mujer con cáncer iba a decidie entre tres enfermos necesitados de trasplante».
José Luis Mota Garay
canarias7.es

El viernes ide junio, por la noche, la cadena de televisión holandesa BNN emitió el programa que tenía anunciado El gran show del donante, que había sido ampliamente contestado por críticos de televisión, políticos, y muchos medios de comunicación, del mismo país y del exterior. Todos indignados porque se jugase con los sentimientos y la angustia en un tema tan delicado, para los que están a la espera de un trasplante. La televisión donde nació el Gran hermano quería sorprender con el último reality show, en el que una mujer, con un cáncer en estado terminal, iba a decidirse entre tres enfermos necesitados de un trasplante, para cederle uno de sus riñones antes de su muerte. La elección se iba a apoyar en las circunstancias y simpatía de los concursantes, y se contaba con la colaboración del público por medio de llamadas o SMS. A pesar de que ya tienen acostumbrados a sus espectadores, la gente estaba sorprendida de que, una vez más, un medio de comunicación se prestase a transmitir las ansiedades y esperanzas de unas personas por satisfacer el morbo de espectadores que disfrutan viendo el dolor ajeno.

Hay un buen axioma en la ética de los trasplantes que dice: «Los órganos no se venden, se donan». En nuestro caso, el axioma se traduciría así: «Con los órganos ni se trafica ni se hacen concursos... si alguien quiere donarlos que lo haga en el momento oportuno, pero sin publicidad y sin jugar con las expectativas y los sinsabores del que los necesita».

Luego resultó que el presentador del programa El gran show del donante dijo: que Lisa, de 37 años la supuesta donante con tumor cerebral, era una actriz que representó su papel; aunque los concursantes, posibles receptores, sí eran realmente enfermos renales; y que todo había sido montado para motivar a los espectadores a convertirse en donantes. La gente se deja engañar: uno de los participantes estaba encantado porque durante el programa se habían recibido muchas llamadas de posibles donantes. El presentador de un telediario español planteó la cuestión: ¿El fin justifica los medios? La respuesta debe ser: ¡no!, porque se ha utilizado un medio injusto: tratar mal a las personas sin considerar su dignidad, aunque parezca que el resultado es bueno por parecer útil: conseguir donantes.

Pero el gran error de la TV holandesa, además de lo dicho sobre los reality show, es que mintió, aunque quisiera obtener donantes. Es difícil ser objetivo cuando se informa, porque la realidad puede observarse desde variados puntos de vista y, además, se puede meter nuestra subjetividad. Pero lo que no puede permitirse un medio de comunicación es engañar. Su obligación es atender el derecho de los espectadores a estar informados. La veracidad dentro de una empresa alimenta la confianza. La falsedad, la exageración o el engaño generan inseguridad. Lo mismo pasa en la sociedad, con los amigos hay que ser sinceros y si queremos que la gente que nos rodea siga confiando en nosotros nunca debemos mentir.

sábado, 16 de junio de 2007

Las etiquetas


No me había hecho muchas ilusiones sobre las virtudes literarias de aquella novela policíaca. En el fondo sólo aspiraba a descubrir al asesino antes que el astuto detective; pero tropecé con el escollo de la primera frase: "el comisario vestía un traje de seiscientos dólares".
(Enrique Monasterio
"Un safari en mi pasillo")

Francamente, no se me ocurre un recurso más pobre para explicar las características de una indumentaria; pero en la literatura norteamericana de consumo ya es costumbre describir el abrigo o los guantes de los personajes por el procedimiento de colgarles el precio. Ignoro si es un problema de falta de imaginación o de pereza intelectual.
Los escritores españoles aún no han caído en el mismo tópico, tal vez porque la humilde peseta resulta poco apta para descripciones literarias a largo y medio plazo. En todo caso entre nosotros el punto de referencia no es el dólar, sino la etiqueta.
En otros tiempos las etiquetas solían ocultarse en el forro de las prendas de vestir; sólo los horteras fumaban puros con la vitola al aire. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, los comerciantes han conseguido que los ciudadanos hagamos propaganda gratuita de sus productos. Es más, pagamos con gusto un suplemento con tal de que nos permitan desplegar en la solapa, en el bolsillo trasero del pantalón o en el parabrisas del coche, el logotipo y el nombre de su acreditada firma. No sé cómo hemos llegado a semejante estado de mentecatez colectiva, pero los consumidores soñamos con ser hombres anuncio de Lacoste, Ray-ban o Mercedes Benz. Es nuestra forma de decir que tenemos buen gusto, que somos ricos y que nos hemos gastado una pasta.
Hace años tuve que comprarme un automóvil. Imagino que para el común de los mortales no se trata de un acontecimiento insólito; pero para mí era una experiencia nueva y excitante. Un fogoso concesionario me explicó las ventajas del modelo que había elegido y a punto estaba de entregarme las llaves, cuando recordó que aún faltaba un pequeño detalle.
Entró en su despacho, sacó una pegatina de tamaño regular, y se dispuso a adherirla al cristal trasero del vehículo. Se afirmaba allí que el mío era coche del año en Europa y que combinaba la técnica y la belleza al servicio de no sé que.
—Supongo –le dije– que me harán descuento por llevar ese anuncio.
—Je, je…
—Hablo en serio: ¿no pretenderá usted que vaya por la vía pública haciéndole publicidad completamente gratis?
Mi interlocutor, convencido de que yo era bobo, se apresuró a explicarme lleno de paciencia que aquel letrero me "prestigiaba".
Le supliqué que me desprestigiase al instante.
A bordo de aquel coche –ya jubilado– llegué una mañana de enero al cole donde trabajo. Las niñas acababan de volver de las vacaciones de Navidad.
—A ver, Rebeca, ¿qué te han traído los reyes?
Para hablar con Rebeca –un insecto de cuatro o cinco años– tengo que doblar mi desvencijado espinazo.
—Un babour, una barbie, un burberry azul, unos Power Rangers…
Me enderecé abrumado. Para que luego digan que no ha progresado la enseñanza del inglés.
¿A dónde quiero ir a parar? Me ha venido a la memoria que estamos acabando un año internacional dedicado a luchar contra la pobreza. Y lo acabamos del peor modo posible. Ahora mismo, mientras escribo, cientos de miles de africanos caminan moribundos por la jungla, víctimas de la miseria, la enfermedad y el hambre. Carecen de todo, menos de armas: alguien, compasivo, se las proporciona para acelerar su muerte.
—Gracias a Dios –comentaban por la radio sin la menor ironía– que entre Zaire y Europa está el Desierto del Sahara. Si no, nos invadirían.
No me hagáis demasiado caso: seguramente hago demagogia. Lo importante es que en este año internacional se han pronunciado miles de conferencias sobre la miseria en el mundo. Es posible incluso que hayan creado un Master en Pobreza para ornato de currículos académicos. Y ¿quién no ha dado unos duros a Caritas o a su ONG preferida? Todo esto tranquiliza la conciencia una barbaridad. Y la vieja, rica, obesa y refinada Europa podrá preparar su Navidad oficiando, como todos los años, la inevitable orgía de los regalos, el pavo y el champán.
Frente a la tragedia del Zaire, el cuento de las etiquetas con que comencé estas líneas suena a broma de mal gusto. Pero, a todos los que piensan que no pueden hacer nada, me atrevo a sugerirles que este año de Maastriches y de convergencias hagamos al menos un pacífico e inofensivo boicot a esas etiquetas/banderín que tan caras resultan y nada dan a cambio. Ahorraremos lo suficiente para contribuir con más que calderilla al puchero, siempre agujereado, de los pobres.
No perderemos mucho: sufrirá nuestra vanidad, y espantaremos ese efluvio hortera de nuevos ricos que desprenden las etiquetas más distinguidas.